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Francisco Rodríguez Serrano /// Este viaje fue diferente. Suponía el final de una etapa laboral, y ya casi personal, con otro país muy lejos del mío. Durante los últimos años, los 10.000 km que separan Uruguay de España, se habían convertido en una especie de puente aéreo. Una rutina que convertían 12 horas de vuelo en parte de mi quehacer diario. Esa misma rutina que me permitía dormirme viendo la inmensidad de la noche a través de una pequeña ventana. Una oscuridad que ayudaba a conciliar el sueño a pesar del ruido y las turbulencias. Una oscuridad que desaparecía al amanecer en un nuevo continente, listo para unas jornadas de trabajo largas pero provechosas.
No es que fueran muchos años, pero cinco años, dan para crear un vínculo de complicidad y amistad con gente que te ve solo cuando has cruzado medio mundo para ir a trabajar. Esa complicidad se convierte después es amistad, y sientes que el viaje ya no es solo trabajo, sino que encuentras el momento para disfrutar de unos amigos con los que vas compartiendo cada vez más días del año.
He completado mi último viaje a Uruguay, donde tuve sentimientos no vividos antes, porque ahora sí sabía que no volvería en mucho, mucho tiempo -quizá ya no regrese más-. Desde mi llegada, tuve la sensación de estar en mi casa, pero de la que me estaba despidiendo quizá para siempre, y así fue como tuve mis reuniones, mis cenas con amigos.
Eran las últimas.
Todas las reuniones de trabajo se completaban con un abrazo sentido, de agradecimiento por los años vividos, por la atención recibida. Por sentirme parte de otro país.
Este último viaje coincide con el final de los vuelos directos de Iberia a Montevideo, y la sensación que tuve con el personal de tierra, con quienes tengo una relación ya de amistad duradera, es que efectivamente se cierra un ciclo y no se sabe si volverá.
La última frase que me dijeron fue "Ché, ¿cuándo regresás?" Mi respuesta fue sencilla y clara, "probablemente nunca". No se los dije, pero haré lo posible para equivocarme.
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